Puaaaj! Otra vez!
Puaj! Salí con una sensación horrible. Una especie de náusea, mareo. Me sentí débil.
La puta que los re mil parió! Una elección más en las que no elijo lo que quiero. Una elección más en la que me tengo que conformar con poner la boleta de alguien a quien no conozco. Porque lo que conozco...puaj!
La campaña, que de política no tenía nada, sólo logró aumentar mi asco. Durante meses sentí vergüenza ajena y mucha impotencia. Entre los personajes, los spots, los actos y las gestiones: Bingo!. Si, bingo: sólo ganan unos pocos.
Desde hace mucho sabía a quienes no votar. Pero eran las 16:05 del domingo de elecciones y todavía no había me había decidido. Quería participar del acto, quiero y querré siempre. No me gustan las botas. Y sé que hasta el más garca es mejor que cualquier dictador. Aunque los primeros también torturan y matan. No con violencia directa, picana o submarino. Si con políticas de hambre, clientelísticas y corto placistas. Matan la democracia, que tanto nos costó. Matan el futuro de muchos y torturan a todos. Matan las ganas de participar. Perpetúan el “no te metas”. Ensucian una palabra tan bella como política. Nos hacen creer que este circo es democracia. Nos hacen confundir política con politiquería.
Y entonces sálvese quien pueda. Cada uno vota lo que le conviene (si tiene suerte). Por las cuotas, por el puesto prometido, por el plan. ¿Y la convicción? ¿Y el apostar por un proyecto de país?
Casi ni militantes quedan. Y a la mayoría de los que están esa palabra les queda muy grande. Sin ir más lejos las mesas de hoy (y de las últimas elecciones también) están llenas de mercenarios, como en el resto de los espacios. Todo tiene un precio.
Estaba en la cola. Mesa 5036 del colegio que está en la esquina de la casa de mis viejos. Fui con mi hermana y una amiga. Mi mamá era la presidente de mesa. Nos pusimos a hablar pavadas. Ninguna de las tres sabía a quien votar. Una le preguntaba a la otra como tratando de buscar ayuda. Nos entretuvimos chusmeando a la gente del barrio.
Se me vino a la cabeza una imagen de cuando era chiquita. Almorzábamos en la casa de mis abuelos. Después del asado todos a votar. Nosotras chochas de que nos dejaran entrar al cuarto oscuro. Ellos orgullosos de mostrarnos lo que habían ganado: voto, elecciones, democracia.
Mi turno. Entré al cuarto oscuro. Lo primero que vi fue la boleta del candidato que más odio. Un petiso fascista que invitaba a votar en “defensa propia”. Me dieron ganas de romperle las boletas. Me acorde que los otros también tienen derecho a elegir a quien quieran. Ese es el sentido. Revisé cada una de las boletas. Había dos mesas completas. Agarré una. No al azar, pero casi. Antes de leerla traté de memorizar el nombre del candidato. Metí el sobre en la urna. Que sea lo que Dios quiera. Saber que no va a ganar aliviana la culpa. Pero no calma la tristeza, la impotencia.
La puta que los re mil parió! Una elección más en las que no elijo lo que quiero. Una elección más en la que me tengo que conformar con poner la boleta de alguien a quien no conozco. Porque lo que conozco...puaj!
La campaña, que de política no tenía nada, sólo logró aumentar mi asco. Durante meses sentí vergüenza ajena y mucha impotencia. Entre los personajes, los spots, los actos y las gestiones: Bingo!. Si, bingo: sólo ganan unos pocos.
Desde hace mucho sabía a quienes no votar. Pero eran las 16:05 del domingo de elecciones y todavía no había me había decidido. Quería participar del acto, quiero y querré siempre. No me gustan las botas. Y sé que hasta el más garca es mejor que cualquier dictador. Aunque los primeros también torturan y matan. No con violencia directa, picana o submarino. Si con políticas de hambre, clientelísticas y corto placistas. Matan la democracia, que tanto nos costó. Matan el futuro de muchos y torturan a todos. Matan las ganas de participar. Perpetúan el “no te metas”. Ensucian una palabra tan bella como política. Nos hacen creer que este circo es democracia. Nos hacen confundir política con politiquería.
Y entonces sálvese quien pueda. Cada uno vota lo que le conviene (si tiene suerte). Por las cuotas, por el puesto prometido, por el plan. ¿Y la convicción? ¿Y el apostar por un proyecto de país?
Casi ni militantes quedan. Y a la mayoría de los que están esa palabra les queda muy grande. Sin ir más lejos las mesas de hoy (y de las últimas elecciones también) están llenas de mercenarios, como en el resto de los espacios. Todo tiene un precio.
Estaba en la cola. Mesa 5036 del colegio que está en la esquina de la casa de mis viejos. Fui con mi hermana y una amiga. Mi mamá era la presidente de mesa. Nos pusimos a hablar pavadas. Ninguna de las tres sabía a quien votar. Una le preguntaba a la otra como tratando de buscar ayuda. Nos entretuvimos chusmeando a la gente del barrio.
Se me vino a la cabeza una imagen de cuando era chiquita. Almorzábamos en la casa de mis abuelos. Después del asado todos a votar. Nosotras chochas de que nos dejaran entrar al cuarto oscuro. Ellos orgullosos de mostrarnos lo que habían ganado: voto, elecciones, democracia.
Mi turno. Entré al cuarto oscuro. Lo primero que vi fue la boleta del candidato que más odio. Un petiso fascista que invitaba a votar en “defensa propia”. Me dieron ganas de romperle las boletas. Me acorde que los otros también tienen derecho a elegir a quien quieran. Ese es el sentido. Revisé cada una de las boletas. Había dos mesas completas. Agarré una. No al azar, pero casi. Antes de leerla traté de memorizar el nombre del candidato. Metí el sobre en la urna. Que sea lo que Dios quiera. Saber que no va a ganar aliviana la culpa. Pero no calma la tristeza, la impotencia.