Doña Clotilde y Don Salvador
Nos costó mucho llegar hasta allí. La calle no figura en el mapa, como todo asentamiento. El chofer se quejaba porque los pozos golpeaban al auto recién lavado, brillante. Es cierto, no era una autopista, pero mirar alrededor bastaba para saber que toda queja era de lleno.
Unos nenes jugaban a las bolitas. Una mujer lavaba ropa en una palangana delante de la bomba de agua. Le preguntamos por el comedor de Don Salvador. Fue la única forma de encontrarlo.
Llegamos un ratito antes de la merienda. En el patio de entrada estaban Salvador y Clotilde. Los dos viejitos, canosos y muy flacos. Ella remendaba unas sábanas. El le cebaba mate.
Me presenté. Don Salvador me mostró el lugar y me contó cómo estaba el comedor. Me llevó a la cocina para que vea las ollas en las que se estaba calentando la leche y los panes cortados, con dulce.
Clotilde vivía ahí nomás de la casa de Salvador. El barrio era muy pobre, las casitas bajas, de chapa y cartón. En las puertas un par de tarros y los perros flacos de pelos duros dormían la siesta.
La casa de Salvador es una Iglesia Evangelista, muy chiquita. El salón tiene unos bancos de madera frente al Altar. El lugar es muy oscuro, no entra la luz del sol.
Clotilde cosía, observaba sin decir nada. En un momento en que Salvador se fue, me dijo: “Querida, usted que es del Ministerio…”. Temblé: me asusta cuando algo empieza así, sé que no puedo solucionar mucho. Me angustié: A doña Clotilde la habían asaltado hacía un par de días, habían destrozado el rancho y hasta la frazada se le habían llevado.
El chofer había bajado conmigo. Escuchó cada una de las palabras de la viejita, vio su cara de dolor…vio. Tal vez en ese momento los golpes y el barro en el auto cobraron verdadera dimensión. Ojalá.
Tragué saliva. Respiré hondo. Estaba conmovida…por todo. Se sumó Salvador a la conversación y aportó más detalles. Contó que doña Clotilde, que al día siguiente cumplía 80 años, no cobraba ni la pensión mínima, pese a que cumple con los requisitos. Me ofrecí a tomar los datos y pasarlo a quien pudiera resolverlo.
Se hicieron las cuatro y los chicos del barrio empezaron a llegar. Como el comedor era tan precario, funcionaba con modalidad viandas. Salvador servía la leche en botellas de plástico y entregaba los panes en las bolsitas que traían. Esa imagen la conocía y todavía moviliza (por suerte no estoy inmunizada contra estas cosas). Aunque esta vez había algo diferente que lo hacía especial: los chicos y algunas mamás lo llamaban “Abuelo”.
Cuando terminó la merienda Salvador fue a llevarle la vianda a un hombre enfermo del barrio. El chofer, que estaba realmente conmovido, se puso a charlar con Doña Clotilde. Con picardía le preguntó que relación tenían. La respuesta fue puro amor: “Somos novios. Cuando tengamos plata, nos vamos a casar”.
Unos nenes jugaban a las bolitas. Una mujer lavaba ropa en una palangana delante de la bomba de agua. Le preguntamos por el comedor de Don Salvador. Fue la única forma de encontrarlo.
Llegamos un ratito antes de la merienda. En el patio de entrada estaban Salvador y Clotilde. Los dos viejitos, canosos y muy flacos. Ella remendaba unas sábanas. El le cebaba mate.
Me presenté. Don Salvador me mostró el lugar y me contó cómo estaba el comedor. Me llevó a la cocina para que vea las ollas en las que se estaba calentando la leche y los panes cortados, con dulce.
Clotilde vivía ahí nomás de la casa de Salvador. El barrio era muy pobre, las casitas bajas, de chapa y cartón. En las puertas un par de tarros y los perros flacos de pelos duros dormían la siesta.
La casa de Salvador es una Iglesia Evangelista, muy chiquita. El salón tiene unos bancos de madera frente al Altar. El lugar es muy oscuro, no entra la luz del sol.
Clotilde cosía, observaba sin decir nada. En un momento en que Salvador se fue, me dijo: “Querida, usted que es del Ministerio…”. Temblé: me asusta cuando algo empieza así, sé que no puedo solucionar mucho. Me angustié: A doña Clotilde la habían asaltado hacía un par de días, habían destrozado el rancho y hasta la frazada se le habían llevado.
El chofer había bajado conmigo. Escuchó cada una de las palabras de la viejita, vio su cara de dolor…vio. Tal vez en ese momento los golpes y el barro en el auto cobraron verdadera dimensión. Ojalá.
Tragué saliva. Respiré hondo. Estaba conmovida…por todo. Se sumó Salvador a la conversación y aportó más detalles. Contó que doña Clotilde, que al día siguiente cumplía 80 años, no cobraba ni la pensión mínima, pese a que cumple con los requisitos. Me ofrecí a tomar los datos y pasarlo a quien pudiera resolverlo.
Se hicieron las cuatro y los chicos del barrio empezaron a llegar. Como el comedor era tan precario, funcionaba con modalidad viandas. Salvador servía la leche en botellas de plástico y entregaba los panes en las bolsitas que traían. Esa imagen la conocía y todavía moviliza (por suerte no estoy inmunizada contra estas cosas). Aunque esta vez había algo diferente que lo hacía especial: los chicos y algunas mamás lo llamaban “Abuelo”.
Cuando terminó la merienda Salvador fue a llevarle la vianda a un hombre enfermo del barrio. El chofer, que estaba realmente conmovido, se puso a charlar con Doña Clotilde. Con picardía le preguntó que relación tenían. La respuesta fue puro amor: “Somos novios. Cuando tengamos plata, nos vamos a casar”.